lunes, 12 de marzo de 2012

Artículo de El País: La CIA tiene licencia para matar


Es oficial desde esta semana: la CIA tiene licencia para matar en
cualquier momento, en cualquier lugar y por cualquier medio a personas
relacionadas con el terrorismo, aunque tengan nacionalidad
estadounidense. Lo venía haciendo desde los atentados del 11-S, por
supuesto, pero sus víctimas solían ser árabes, afganos, pakistaníes o
somalíes, así que el asunto no despertaba mayor debate en Estados
Unidos. Sin embargo, la ejecución extrajudicial (targeted killing), el
pasado septiembre, de Anwar al-Awlaki despertó dudas y varias
organizaciones norteamericanas de derechos humanos presentaron
querellas contra su Gobierno exigiendo saber cuáles eran los
fundamentos jurídicos de esa acción. Aunque al-Awlaki llevara barba y
turbante, fuera un conspicuo predicador en Internet del yihadismo de
Al Qaeda y se escondiera en Yemen, no dejaba de ser ciudadano
estadounidense. ¿Puede liquidarse sumariamente a un norteamericano sin
que, como manda la Constitución, haya mediado una acusación, una
detención, un proceso, un juicio y una condena ya inapelable?

Eric Holder, el fiscal general de Estados Unidos, cargo que allí
equivale asimismo al de ministro de Justicia, despejó las dudas el
pasado lunes. En un muy publicitado discurso en la Universidad
Northwestern (Chicago), Holder justificó retrospectivamente el
asesinato de al-Awlaki: las autoridades de Estados Unidos se reservan
el derecho a eliminar físicamente a cualquiera, por muy compatriota
que sea, que suponga un riesgo grave para la seguridad nacional y no
pueda ser detenido y presentado ante un juez. Queda así fijada la
doctrina Obama en esta materia, que hereda sin matices la de Bush: el
“terrorismo” declaró la guerra a Estados Unidos el 11-S y Estados
Unidos responde con la guerra.

Como el viejo agente 007, el personaje de ficción de Ian Fleming, la
CIA tiene, pues, licencia para matar. Aunque allí donde el británico
Bond solía preferir su pistola Walter PPK, el espionaje norteamericano
es un enamorado de los drones, esos aviones no tripulados, dirigidos
por control remoto desde una base, que comenzaron sirviendo para el
reconocimiento, la vigilancia y el espionaje, pero que, armados con
misiles Hellfire, han terminado siendo pájaros metálicos mortíferos.
En Afganistán, Pakistán, Irak, Yemen y Somalia conocen bien a los
Predator y sus sucesores, los Reaper: aparecen de repente y comienzan
a soltar pepinazos, llevándose por delante a los sospechosos… y a unas
cuantas “bajas colaterales”. En septiembre, dos Predator con misiles
Hellfire machacaron a al-Awlaki en el norte de Yemen.

El Mosad dispone de una unidad especial, el Kidon, para asesinar en
cualquier lugar a enemigos de Israel
El Mosad siempre ha sonreído por lo bajo ante los escrúpulos de una
parte de la opinión pública estadounidense que debían superar sus
colegas de la CIA en materia de “asesinatos selectivos”. Ahora mismo,
el espionaje exterior israelí libra una “guerra secreta” contra
científicos y militares relacionados con el programa nuclear de Irán.
Varios de ellos han sido abatidos en el mismísimo Teherán, con
frecuencia por el procedimiento de una bomba adosada a su vehículo por
unos esquivos motoristas. Es probable que, dadas las dificultades de
los israelíes para moverse en Irán, esos motoristas sean opositores
iraníes, gente de las minorías kurda o suní. Y también es probable que
fueran reclutados bajo una “falsa bandera” (false flag). Los del
Mossad, según informó la revista Foreing Policy, se habrían hecho
pasar por agentes de la CIA para embarcarlos en su campaña de
asesinatos.

Es un secreto a voces que el Mosad dispone de una unidad especial
dedicada a liquidar físicamente en el extranjero a individuos
considerados un “peligro existencial” para el Estado judío, palestinos
con frecuencia y, últimamente, iraníes. Se llama Kidon (bayoneta, en
hebreo), inicialmente fue conocida como Cesárea y aplica la sentencia
del profeta Ezequiel: “Y los enemigos sabrán que soy el Señor cuando
haga caer mi venganza sobre ellos”. Esta unidad consiguió fama mundial
tras los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, cuando se dedicó a ir
localizando y abatiendo a los miembros del grupo terrorista palestino
Septiembre Negro que habían causado la matanza de una docena de
atletas israelíes, asunto sobre el que Spielberg terminó haciendo una
película.

En los últimos lustros, sus éxitos (asesinato en 1996 de Yahia Ayach,
El Ingeniero de Hamás, con un teléfono móvil bomba) y sus fracasos
(intento de envenenamiento en Ammán de Jaled Meshal en 1997) han sido
tan novelescos como las hazañas del sicario israelí Gabriel Allon en
los thrillers de Daniel Silva. Lo de Meshal fue sonado: un comando del
Mossad, que usaba pasaportes canadienses, roció con veneno el oído del
dirigente de Hamás en pleno centro de la capital jordana. Mientras
éste quedaba paralizado instantáneamente, su guardaespaldas se lanzó
en pos de los sicarios, dos de los cuales fueron capturados. A cambio
de su liberación, un indignado rey Hussein exigió a Israel la entrega
del antídoto para el veneno, lo que salvó la vida de Meshal, y la
liberación del fundador de Hamás, el jeque Yasín.

En 2008 el Mosad recuperó su prestigio al abatir al libanés Imad
Muhniyeh cuando salía de la embajada iraní en Damasco. La CIA no había
logrado echarle el guante a este activista de Hezbolá al que siempre
se le atribuyeron los atentados que en la primera mitad de los años
ochenta destruyeron en Beirut la embajada norteamericana y el cuartel
general de los marines. Pero el Mosad logró colocar un explosivo en el
reposacabezas de su automóvil. Dos años después, el descubrimiento de
que los agentes israelíes que asesinaron en Dubai a Mahmud al Mabhuh,
activista de Hamás, habían usado documentos de identidad de países
europeos como Reino Unido, Francia y Alemania (otra false flag) le
supuso una china en sus zapatos. Pero fue leve: los afectados se
limitaron a murmurar sus protestas.

Ya en las novelas de Fleming, la licencia para matar de 007 no era
oficial sino oficiosa, explicitada en documentos altamente
confidenciales. Los países europeos no aplican la pena de muerte ni
tan siquiera con todas las garantías del procedimiento procesal, menos
aún sin ellas. Teóricamente, porque algunos han protagonizado en las
últimas décadas escándalos sonoros relacionados con el uso de fuerza
letal sin propósitos defensivos. En Francia fue el affaire Rainbow
Warrior de los años ochenta, en tiempos de François Mitterrand, cuando
la explosión de unas minas colocadas en el buque ecologista por
agentes de la Direction Générale de la Sécurité Extérieure (DGSE)
provocó la muerte del fotógrafo Fernando Pereira; el objetivo de la
DGSE era entorpecer las protestas de Greenpeace contra los ensayos
nucleares franceses en el atolón de Mururoa. En Reino Unido, fue la
muerte en Gibraltar de tres militantes del IRA por disparos de
comandos británicos en 1988, gobernando Margaret Thatcher; siete años
después, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo condenaría a
Londres por ese caso. En España fue el caso GAL de los noventa,
gobernando Felipe González. En esos y otros casos, lo que destapó el
pastel fue una actuación chapucera.

A la Rusia de Vladimir Putin se le atribuyen dos asuntos sonoros: lo
que pareció un intento relativamente fallido de envenenamiento con
dioxina del presidente pro-occidental de Ucrania, Víctor Yúschenko, en
2004, y el asesinato de la periodista disidente Anna Politkovskaya,
tiroteada en 2006 en el ascensor de su vivienda moscovita. No es de
extrañar si se recuerda que el propio Putin fue un oficial del KGB en
los últimos tiempos de la Unión Soviética. Estaba destinado en Dresde
y se dedicaba al reclutamiento de informadores y agentes
especializados en el robo de secretos tecnológicos occidentales.

El Estados Unidos de Obama ya dispone de una flota de unos 7.500
drones, y su Fuerza Aérea entrena a más operadores de estos aviones
teledirigidos que a pilotos de cazas y bombarderos. Se dice que Obama
es un entusiasta de estos artefactos, que no ponen en peligro vidas
norteamericanas (síndrome de Vietnam) y permiten cierta distancia
entre el verdugo y la víctima. Pero como ha dejado en evidencia el
discurso de Eric Holder de esta semana, la ejecución extrajudicial es
legal en Estados Unidos porque el presidente y sus abogados dicen que
lo es. Así de simple.

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